Ya me habían dicho que el viejo no estaba muy bien, y, bueno, qué se puede esperar si, como dice la canción, los años se le vinieron encima. Yo sabía que iba a estar así, pero uno qué puede hacer con tanto trabajo en la oficina, que el cabrón este de García quiere el informe a más tardar el jueves; es un hijueputa García, yo ya lo he dicho, y Manolo como que asiente con la cabeza y se le mueve el pelo, corto y lleno de gel, pero igual se queda trabajando hasta bien tarde el miércoles cuando todos los colegas vamos al happy hour y nos queremos olvidar de que para el otro día está el informe. Manolo es un hijueputa, de una forma única y tan suya, pero un gran hijueputa igual. Y claro también están Viviana y los gemelos, o sea, la escuela, el supermercado, el seguro, las tarjetas de crédito, la hipoteca, las buenas noches a los mocosos, el hacer el amor callados o el no hacer el amor porque ella está muy cansada (y yo), las no tan buenas noches; en resumen, la vida. Entonces cómo puedo preocuparme por el viejo, si ya para algo tiene a esa enfermera que lo cuida en las mañanas y a Ana, además ellos dos siempre fueron más cercanos; como que a ella le gusta verlo dormir. Yo la verdad no tengo tiempo y todo este rato que ha estado hablando no le he puesto atención pensando en el gordo de García y si me dará el ascenso. Me dice que vuelva otro día, que no me olvide de él; yo le digo que sí, que adiós, que se me hizo tarde, que voy a volver.
Y vuelvo dos semanas después. El viejo está grave; respira entrecortado, tose mucho y tiene los ojos como idos. Toda la familia vino; sabemos que esta noche se nos va. Los gemelos están en la sala. Viviana tiene los ojos llorosos; siempre le cayó muy bien el viejo. Dice algo. Que me le acerque. Cantáte esa de Serrat que dice, mi pueblo después vio morir a los tres. Está perdido. Le cantó lo del sacristán que veía al cabo hacerse viejo y el cabo al cura o algo así. Y lo demás no me lo acuerdo, pero el viejo parece complacido y se sonríe. Sé que se va a dormir. Ocupo decirle tanto. Pero ya no hay tiempo. Lo veo a los ojos. Tose. Le pongo la mano detrás de la nuca y le doy un beso en la frente llena de surcos, como hacía mi abuelo. Me doy cuenta de que está dormido. Llamo a Ana.
Me veo obligado una semana después a volver a la casa, porque hay que ver qué hacemos con una casa tan pequeña entre cuatro personas. Mi idea es que la vendamos y nos dividamos el dinero entre cuatro partes iguales pero sé que a Ana no le hace gracia la idea. Hoy pedí el día libre y no porque la visita vaya a durar tanto, sino porque quiero acordarme del viejo y quedarme sentado en la terraza como hacía él cuando mamá ya no estaba. Espero a que Ignacio se vaya a medir el patio de atrás para entrar al cuarto y recorrer los rincones con la vista, minuciosamente, con todo el tiempo del mundo. Los muebles tienen un olor que repele y atrae a la vez, como el repaso mental de mi infancia y nuestra relación. Observando la cama donde nos despedimos por última vez, la idea casi me saca el aire: soy, de una forma única y muy especial, un gran hijueputa. Entonces me acuerdo, lenta pero precisamente, con una nostalgia indescriptible y hondísima, del resto de la canción, y tarareó mientras me alejó del cuarto, el sacristán ha visto hacerse viejo al cura, el cura ha visto al cabo; y el cabo, al sacristán. Y mi pueblo después vio morir a los tres. Y me pregunto porqué nace la gente… si nacer o morir es indiferente.
Y vuelvo dos semanas después. El viejo está grave; respira entrecortado, tose mucho y tiene los ojos como idos. Toda la familia vino; sabemos que esta noche se nos va. Los gemelos están en la sala. Viviana tiene los ojos llorosos; siempre le cayó muy bien el viejo. Dice algo. Que me le acerque. Cantáte esa de Serrat que dice, mi pueblo después vio morir a los tres. Está perdido. Le cantó lo del sacristán que veía al cabo hacerse viejo y el cabo al cura o algo así. Y lo demás no me lo acuerdo, pero el viejo parece complacido y se sonríe. Sé que se va a dormir. Ocupo decirle tanto. Pero ya no hay tiempo. Lo veo a los ojos. Tose. Le pongo la mano detrás de la nuca y le doy un beso en la frente llena de surcos, como hacía mi abuelo. Me doy cuenta de que está dormido. Llamo a Ana.
Me veo obligado una semana después a volver a la casa, porque hay que ver qué hacemos con una casa tan pequeña entre cuatro personas. Mi idea es que la vendamos y nos dividamos el dinero entre cuatro partes iguales pero sé que a Ana no le hace gracia la idea. Hoy pedí el día libre y no porque la visita vaya a durar tanto, sino porque quiero acordarme del viejo y quedarme sentado en la terraza como hacía él cuando mamá ya no estaba. Espero a que Ignacio se vaya a medir el patio de atrás para entrar al cuarto y recorrer los rincones con la vista, minuciosamente, con todo el tiempo del mundo. Los muebles tienen un olor que repele y atrae a la vez, como el repaso mental de mi infancia y nuestra relación. Observando la cama donde nos despedimos por última vez, la idea casi me saca el aire: soy, de una forma única y muy especial, un gran hijueputa. Entonces me acuerdo, lenta pero precisamente, con una nostalgia indescriptible y hondísima, del resto de la canción, y tarareó mientras me alejó del cuarto, el sacristán ha visto hacerse viejo al cura, el cura ha visto al cabo; y el cabo, al sacristán. Y mi pueblo después vio morir a los tres. Y me pregunto porqué nace la gente… si nacer o morir es indiferente.
2 comentarios:
¿cómo puede ser que este cuento no tenga comentarios?
ay alonso... de verdad me impresionás. la muerte me da escalofríos, eso de quedarse después de que alguien ya no existe, pensando en todo lo que se hizo o no se hizo... es tan difícil...
quiero decir algo inteligente, pero lo único que se me ocurre, por el momento es: wow.
A veces odio los comentarios "demasiado inteligentes" y forzados. Aprecio tu honestidad. Y lo de la muerte, por eso hay que hacer lo que el corazón dicte. Y hay peores cosas que la muerte, como el olvido.
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