6.12.06

Un café mientras llueve

"Me encantan tus ojos," fue lo primero que me dijo cuando nos conocimos. Ella podía ser acusada de muchas cosas pero nunca de tímida. Sin embargo, sí tenía gustos raros; mis ojos nunca le llamaron la atención a nadie, dormilones y poco llamativos. No como sus ojos almíbar, sus pestañas finas y largas, su…

Me estoy distrayendo; me quedé callado por mucho tiempo. Debe de estar pensando que no le pongo atención, que me dejo llevar por las preocupaciones del trabajo y de la casa, que estoy pensando en Laura.

“Estoy escribiendo un libro,” digo, como para decir algo. Se me queda viendo con su par de gaviotas.

“¿Sobre qué es?” después de un rato. “¿Tu poesía vieja, finalmente? ¿Tus cuentos, incluyendo el que me prometiste?”

“No, es un tratado de economía. Una revisión de los neoclásicos. No creo que te guste.”

“Si escribís tan hermosamente como en tus poemas sí”. No son sus ojos lo que me gustan de ella, es algo más que su piel cobriza como playa puntarenense. De hecho su pelo me parece feo. No, me gusta su ligereza de espíritu, su completo desdén por las normas. Laura hubiera pegado un grito al saber la mitad de lo que ella hacía, pensaba, era.

“Escribo correctamente. Como se debe,” sabe que la estoy molestando y abre los ojos con cada palabra.

“Puntuación apropiada, léxico intachable, estilo depurado. Como se debe. La estética está de más cuando se trata de economía”.

“La estética nunca está de más”. Lo que me gusta de ella, sobre todo,—advertencia de cliché sin remedio—es que me aprecia como soy. Creo que nadie más lo hace. Muevo el café con una cuchara, pensando en la gastritis que me va a dar si me lo tomo. (Aún no lo sé pero ese día sería la última vez que la vería). Le pego un sorbo y me hundo en lo moreno del café, en sus ojos pardos, su tez suave y ocre.

Afuera llueve y me invento una excusa para llegar tarde a la fastidiada Laura.

La trama

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por lo impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.

Jorge Luis Borges, en CiudadSeva.com